El tejedor
Se despertó envuelto en un cálido manto de oscuridad. La quietud
le abandonó, y el parpadeo de sus ojos se convirtió en un sin
cesar, ansiando dilatar las pupilas para absorber cualquier halo de
luz. El sosiego volvió a alcanzarlo al vislumbrar, en la esquina de
la, ¿habitación?, una pequeña y tambaleante llama que, lentamente,
acababa con unos tímidos troncos que apenas le saciaba. Sintió la
imperiosa necesidad de acercarse a esa pretenciosa fuente de calidez
y claridad. Torpemente comenzó a incorporarse, trató de averiguar
el recorrido a seguir. Temeroso, no se atrevía a tomar una
dirección. ¿Dónde estás? Imaginaba grandes abismos a ambos lados,
pequeños y suntuosos senderos llenos de obstáculos insalvables,
llegó, incluso, a pensar en la imposibilidad de caminar. “Debes de
llegar”, escuchó. Fue como si la brisa de un aire fugaz hubiera
susurrado tales palabras. “Llegarás”, espetó de nuevo el mismo
viento que consiguió auparlo a dar el primer paso. Avanzó.
Caminaba. No sabía por qué pero tenía un rumbo fijo.
Predeterminado. Llegó a darse cuenta de que a sus costados no tenía
ningún insondable precipicio, pero, sin embargo, sí que con ambas
manos palpaba unas imponentes vallas. Sintió como si algo o alguien
quisiera que no se desviase del camino. ¿Qué camino?. Se detuvo.
“¿Qué estoy haciendo?”, pensó. Trató de buscar con inquietud
en su alrededor algo que le sirviese de explicación. La forzada
negrura conseguía que no pudiese ver nada, salvo la vacilante
hoguera que se imponía al frente y que lo llamaba. Trató de
frotarse los ojos, con la estúpida intención de lograr divisar más
allá de la caprichosa lobreguez. Aparente gesto ingenuo que, como si
del desvarío del azar se tratase, hizo que reparase en un extraño
objeto a los laterales de sus ojos y que se extendía por detrás de
su cabeza. Anteojeras. ¿Por qué? No podía ser. Raudo y veloz se
afanó en desprenderse de esa prisión impuesta a su campo de visión,
y por ende, a su propia percepción del entorno que lo rodeaba. La
luz lo inundó todo. Pudo ver cientos de miles de personas siguiendo
el mismo camino. La mayoría conservaba esa especie de antifaz que
les prohibía mirar para otro lado que no fuese al frente. Quería
gritarles, desgañitarse para avisarles de que se arrancasen
semejante tropelía. Por más que lo intentó no hubo sonido alguno
que saliese por su boca. Fue entonces cuando se dio cuenta del
esparadrapo que sellaba sus labios y la de todos los demás. Sin
pensarlo, arrancó las rejas tras las que su palabra se escondía y
por fin pudo sentir su lengua moverse. Creía estar alzando a la rosa
de los vientos su voz pero no podía oírla. Sus dedos palparon
enormes tapones dentro de sus oídos. Ni dos segundos tardó en
tirarlos bien lejos. De repente, sus mejillas se empaparon, se sintió
libre, embriagado por la sensación de poder tejer por sí mismo su
propio destino.
Comentarios
Publicar un comentario