Descubriendo la isla: Samaná
Vengo del
paraíso, y me he quemado las orejas. Algún precio había que pagar. Y es que,
pobre de aquellos que piensen que República Dominicana es Punta Cana, Bávaro y
no más. Ahora podréis ver como hay más allá de las vallas de los hoteles, y que
sobre todo, la extensa, implantada y hasta indecorosa idea de que salir del
hotel es peligroso, está más que desmontada. Un consejo, así de gratis, igual
que todo en la vida, no tenemos por qué ser simples borreguitos y quedarnos dentro
del cerco que nos pongan, viniendo muy al dedo el asunto de los hoteles que
hablaba. Así pues, ahora que os habéis mojado por encima de las quebrantables
técnicas de pastoreo, pasemos a zambullirnos en Samaná.
Al norte de
la isla, y a unas escasas tres horas en coche de Santo Domingo, está la
península de Samaná, con su bahía, su inmensa y espectacular vegetación, su
agradecida tranquilidad, su santuario de ballenas jorobadas y sus
estratosféricas playas. La carretera hasta llegar a Samaná se convierte casi en
su totalidad en una carrera más propia de la mítica serie de los autos locos
que de una vía normal, por eso, es un trayecto que cuanto menos es entretenido,
en ningún momento dejas de ver situaciones in extremis de los hábiles
conductores dominicanos. Durante el trayecto atravesamos el Parque Nacional de
los Haitises, lo que le sumaba un atractivo natural brutal. Aun así, la
verdadera jungla llegaba al abandonar la carretera “buena” y te encaminas
dentro de la península de Samaná hacia la ciudad (12.000 habitantes
aproximadamente) con la que comparte nombre, porque ahí se multiplican por 20
el número de las motos, variando desde un ocupante hasta cinco en ellas, los
autobuses y sus paradas en cualquier sitio, perros, niños, gallinas, cerdos,
vacas y todo ser capaz de moverse. Algo, que si cabe, se intensifica a la
entrada de Samaná ciudad, donde después de una primera imagen caótica llegas al
malecón, donde la bahía imponente se presenta como dueña y señora de una
tranquilidad que ni las odiosas motos podían ensombrecer.
Soltadas
las cosas en el hotel, donde por 500 pesos, poco más de 8 euros, puedes
alojarte sin tener por qué echar en falta cualquier hidromasaje del Barceló de
Bávaro. Además, curiosamente, el dueño era un fervoroso valenciano hincha del
Levante, ya véis, el mundo y sus cosas. Así que, bañador enfundado y en crema
solar inundado, camino de la zona de las Galeras con la esperanza de en “La
Playita” poder salir en barca a ver las famosas ballenas jorobadas y poder ir a
dos inhóspitas playas. Por el camino, a pesar de ir en coche, tienes la
oportunidad de empaparte de la cultura dominicana más esencial, pasando por
cualquier colmado y ver bailar bachata y beber ron como si de agua se tratase a
todo aquel que se prestase a ello, o ver cómo la fruta es ley de vida, las
casas, los niños correteando o incluso las barberías, donde en alguna que otra
parecía haber más pelo que baldosas en el suelo. Una vez sobrevivimos a las
indicaciones para llegar a La Playita, nos dirigimos al negocio recomendado por
nuestro hotelero español de otro español más radicado en el país, donde, por 50
dólares contratamos una lancha/cayuco/hidropedal/crucero/velero para salir de
excursión al día siguiente e ir a ver las señoras de cintura ancha del océano,
ir a playa Frontón, la cual sólo se puede acceder vía mar, e ir a playa Madama,
un lugar increíble. Así pues, con todo el sábado por delante, nos pusimos en
camino para ir a Playa Rincón, un lugar fascinante, alejado de las
aglomeraciones de turistas, donde te encuentras con una inmensa playa para ti
solo y algún que otro valiente que o bien ha llegado en burro taxi mijeño o se
ha salido de las guías turísticas. Después del necesario baño en semejante
piscina de lapislázuli, fuimos a comer a un rincón donde ni siquiera llegaba la
electricidad, todo absolutamente hecho a la brasa. Nos zampamos unos meros recién
pescados que nada tienen que envidiar al caviar iraní del Hilton. Un paraíso
que dificilmente parecía poder ser superado, algo que al día siguiente nos
daríamos cuenta que si podía ser. Ya que, a las 8 de la mañana del domingo, día
del señor, mientras quee los dominicanos gloriosamente acudían a la iglesia
cercana al hotel en masa a recibir la hostia, nosotros recibiamos un generoso
desayuno por poco más de tres euros. Un acopio necesario para afrontar la
jornada que se nos presentaba, ya que, después del diluvio universal de la
madrugada, parecía que el cielo nos iba a respetar e ibamos a poder embarcar en
nuestra excursión. Huelga decir, que yo, en el momento en el que me asomé por
la ventana y ví llover a cántaros, me alegré de sobremanera, por aquello de
tener que evitar montarme en el hidropedal que creía que me esperaba y
adentrarme en el océano attlántico a molestar a las pobres ballenas que
necesariamente acuden a aparearse. Imaginaos el plan, estáis tan tranquilamente
intentando procrear la especie mientras sobre vuestras cabezas tenéis el
constante runrun de varias lanchas, yo no se vosotros, pero yo siendo un bicho
de equis toneladas me volvería loquísimo y a tomar por saco las barquitas. Ese,
era mi pensamiento. Mi empatía roza incluso los límites del mundo subacuático.
Así que, cuando llamamos al jefe que nos tenía que mandar al infierno o al
paraíso y nos dijo que embarcábamos, tuve que comprar una botella de agua de
dos litros para poder tragar. Una vez en “La Playita” y a un paso de montarnos
en la barca, empezó a nublarse. Mal augurio. Sin embargo, todos al bote que
vamos que nos vamos. Nuestro capitán, de nombre audible David y de nombre
dominicano a saber, era el encargado de llevarnos junto con su joven ayudante
Víctor, el ojeador ligón. Nos metimos en la lancha, que por suerte era la mejor
de las que disponían y soltamos amarras. Empezó a llover. Fui el único que se
puso el chaleco salvavidas y el único que miraba a la playa con ahínco. Y más
cuando empezó semejante “meneo” con las dichosas olas, que según Víctor eran
normales, porque el mar está vivo y tiene que moverse. Bonita argumentación de
marinero que no mer servía. Por suerte, dejó de llover, pero las olas
persistían. Debo de decir, que conforme ibamos avanzando, la garganta se iba
despejando y empezaba a disfrutar incluso los saltos, mientras, claro está, mis
aventureros compañeros hacían delicias de mi pavor al mar. Como si de una barca
de Greenpeace detrás de balleneros japoneses comenzamos a volar sobre las olas,
aterrizando de vez en cuando de manera que te crujía hasta el sentido. Después
de una hora escasa sin ver ballena alguna, pudimos ver a lo lejos como saltaba
una, ante lo que nuestro capitán de manera veloz reaccionó y dirigió la lancha
hacia allí a la voz de “agárrense”, claro, cualquiera lo oía, y boom, golpe de
los buenos ahí. Dos lanchas más nos seguían, parecíamos narcos, y eramos
cáscaras de nueces a merced de las olas buscando a bichos de diez toneladas.
Unos bichos, a los que pudimos “dar caza” y observar durante cierto tiempo,
mientras salían a respirar, sacaban el lomo a relucir y de vez en cuando
asomaban su cola, pero nada de saltar ni de comernos como si fuesemos el pobre
de pinocho, algo que ayudaba bastante a mi tranquilidad y disfrute. Fue algo
realmente especial, ver a semejantes mamíferos a escasos metros de ti. Ponía la
piel de gallina. A veces por emoción, otras por miedo, porque nuestro capitán
ya empezaba a decir que teníamos poca gasolina y yo me veía demasiado lejos de
la costa. Por lo que, nos dirigimos a tierra firme, donde después de una cuidadosa
y perfecta maniobra evitando rocas, llegamos a playa Frontón, una preciosa
playa arropada por enormes acantilados. Alguna que otra foto está por ahí
abajo. Una playa que, si nos parecía virgen, no sabíamos lo que nos esperaba en
playa Madama, donde, después de 5 minutos de travesía llegamos a una pequeña
playa alucinante, cocoteros y vegetación por doquier y presentándose además la
oportunidad de visitar una cueva, a la que nos dirigimos. Fue espectacular, por
la vegetación, por los murciélagos, los sobresaltos de más de uno y las
increíbles cavidades que se nos presentaban delante. Al salir, nuestro galán
Víctor se encaramó a un cocotero y como si de un pájaro se tratse se plantó
arriba y nos bajó unos cocos. Los cuales abrió en unos segundos, y que sepáis,
que los cocos que probamos en Europa son puro plástico en comparación con los
que pudimos probar en Madama, buenísimos. Cocos, que gracias al pan sobrante,
no tuvimos que compartir con los cangrejos que se paseaban por nuestras
toallas. En las fotos podréis ver la playa, increíble.
Después de
llegar a tierra, después de más de seis horas de excursión, y de haber pasado
un día de grandes sensaciones, nos encaminamos a Santo Domingo, llegando
después de unas horas de viaje, donde, al irme a dormir, pude darme cuenta de
que, eso de que si no te echas crema solar en las orejas te las puedes quemar,
no es un mito.
Lancha, tripulantes, y capitán. Véase que como buen grumete llevo mi chaleco salvavidas.
Llegada a playa Madama. Víctor nuestro particular guía.
"La Playita".
Playa Rincón para nosotros solos.
Playa Frontón.
Ala, que tampoco es cuestión de llenar el negocio de fotos, para más, facebook.
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