El tren bovino


La lluvia cae, pesada, sobre la campiña de la Champagne. Tirotea sin pudor el techo de hojalata del anticuado carruaje sobre raíles en el que me encuentro. Frente a mi jornada, un sinfín de paradas y abrevaderos. No importa cuánto se demore mi llegada, estoy tranquilo, sé, que a pesar del balanceo, conseguiré centrarme en el destino elegido. No cerraré los ojos y, tampoco, me dejaré llevar. Tengo que estar sentado en este tren, es la obligación de cualquier ciudadano. De igual manera, es indispensable, necesario, vital, saber cuándo nos queremos bajar. Miro a mi alrededor y veo toda clase de personas. La mayoría acepta calmadamente el frío e inerte mecer que les ofrece el convoy. Es lo más fácil, dejarse llevar. Cerrar los ojos, besar a Morfeo, olvidarse de tu destino, encerrarse en el yo. Mis párpados, tentados, quieren hacer compañía a los demás pasajeros. Por unos instantes, me dejo acunar. Puedo sentir cómo todo fluye, el ruidoso e inquieto caminar de la locomotora se convierte en un melodioso y suave balanceo que hasta hace obviar los proyectiles que las nubes, como si quisieran despertarme, se afanan en lanzar contra las ventanas. Escucho una voz. Parece lejana. Creo que es el maquinista. Anuncia un nuevo apeadero. Es el mío. Mis oídos, arrancan las vendas de mis ojos y consiguen sacarme del abismo. Me apresuro en dirigirme a la puerta. Nadie tiene la intención de bajarse. Prefieren continuar en la casa de Baco. No puedo convencerlos de la necesidad de afrontar su condición. Solo, y al abrigo de mi humilde bufanda, veo como renquean y chirrían las ruedas de hierro mientras se alejan de mi. La lluvia, parece arreciar. Empapado, navego hasta el único cobijo que me presta el entorno. Un viejo y robusto roble me ofrece amparo. Majestuoso, me recuerda a las encinas de mi tierra. Único compañero a la intemperie del destino. Él parece aceptar su condición. Me alegra ver que no soy el único que asume su papel.
Reconfortado por la idea de mitigar la soledad, me aventuro a analiza el lugar en el que me encuentro. Mis pupilas, nerviosas, se afanan por reflejar cada detalle que alcanzan a ver. Angustiadas, tratan de hallar algún consuelo en el horizonte. Mi subconsciente, trata de tranquilizarlas. Lucha que se ve interrumpida por el sonido del vibrar de las vías, anunciando el nuevo paso del tren. Efectivamente. Mis ojos, aliviados, ven acercarse una luz en el horizonte. Parecer ir rápido. Cada vez se aproxima más. Cada vez, estoy más convencido que pasará de largo. Mis pesares se confirman mientras mi bufanda pretende huir de mi cuello alentada por el viento que levanta el convoy a su paso. En las ventanas, adormilados, toda clase de personas parecen sonreír ante su destino. Enrabietado, huyo del cobijo de las ramas del roble, que aupadas por una ráfaga de aire crujen a modo de enfado. ¿Por qué la inmensa mayoría pasa de largo? ¿Qué tiene ese tren para que nadie quiera bajarse? Recuerdo, que, en el instante en el que mis párpados se dieron por vencidos, pude apreciar el devenir de la situación. No me sentía un ciudadano. Mi opinión era fácilmente determinada por los medios de comunicación, mis necesidades, estipuladas por el vaivén del mercado, partidos políticos que me convencían de que el voto es el único medio de democracia, exentos de ética y moral, monedas que me llevaban al egoísmo, sistema que me encarcelaba en el individualismo, tren demarcado por la caridad e igualdad en vez de por solidaridad y justicia, en definitiva, pasé a ser un mero cliente, un simple borrego que pastaba dentro de unos límites impuestos.


Cada vez llueve con más fuerza. El viento sopla con virulencia. No importa, el tren volverá, el roble esperará mientras afronta su destino y acepta su condición. En cuanto a mi, las gotas y las preguntas martillean mi cabeza...¿y tú?, ¿eres borrego o roble?

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